Me gustan las cosas pequeñas. Las que no tienen pretensiones (casi siempre movidas por la vanidad), las que sirven de desarrollo y también de base a las cosas grandes que, sin ellas, son pretendidamente importantes, pero vacías.
En mi profesión, el estudio de cada detalle, aunque aparentemente intrascendente e insignificante, es lo que da calidad al conjunto.
No quiero decir con todo ello que una obra digna es sólo una suma de pequeños detalles. Ha de haber una jerarquía en los objetivos y en las ideas. Ha de haber una idea globalizadora que sintetice la solución a los problemas más importantes y la consecución de las metas principales.
Pero, una vez conseguida esta síntesis, una vez elaborado el anteproyecto que definirá el edificio, debemos continuar desarrollándolo y estudiar todas las soluciones a los problemas menores y aportar el máximo de ideas para enriquecer los espacios del futuro edificio.
Y, en la vida real, odio las grandes palabras. Las de salvación del alma. Las de salvación de la patria. Las que, tras pronunciadas, son olvidadas por el salvador del alma, por el salvador de la patria, sin que tengan continuación en la mejora del día a día.
Decir “¡Te amo hasta el infinito!” (incluso dicho sinceramente) pero, tras esas palabras, el respeto y la atención de cada día son sustituídos por grandes objetivos, inevitablemente fracasados porque no cuentan con el otro sino que sirven, casi siempre, para magnificar el ego del que los fija.
Por eso amo las pequeñas cosas, porque son el camino, para conseguir o no pero son camino, el respeto y cariño de los que nos rodean.
jueves, 3 de enero de 2008
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1 comentario:
Parece que a ambos nos importa el camino tanto o más que el destino final.
Siempre me encuentro con gente obsesionada con los objetivos fundamentales de la vida, sin caer en cuenta que las metas están, casi siempre, al final del camino que vamos andando cada minuto.
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