Hacia el año 1982, en Barcelona y sin muchos clientes (eran años de vacas flacas preolímpicas), entre los pocos que tenía había un francés afincado en Andorra y con proyectos en Roses y Empuriabrava. El esfuerzo de controlar obras desde Barcelona era muy superior al resultado. No podía hacer lo que siempre me ha gustado: pasear por las obras en sábado o domingo, cuando no hay nadie, por estudiar sin interferencias cómo podría mejorarse y cómo se hubiera podido mejorar (siempre aprendiendo). Las visitas de obra, entre semana, se convierten generalmente en turnos de preguntas y respuestas sin tranquilidad para examinar a fondo la obra. Y perdía miserablemente el tiempo si iba a Roses y el constructor no se presentaba, cosa que ocurría frecuentemente.
Y mi cliente francés se desesperaba por no poder atender debidamente a posibles compradores (en la zona de Roses, en pleno auge, siempre se vendía sobre plano) ni poder estudiar otras inversiones en esa zona que, en aquel tiempo, parecía Las Vegas.
Un día nos pusimos a llorar, él y yo, pensando lo felices que seríamos si montáramos un chiringuito en Roses. Y dicho y hecho. Yo soy muy animoso para estas cosas y además pensaba que a mi relación con mi pareja le iría de perlas montar una nueva vida a 150 km de su madre.
Proyecté una oficina con dos zonas: una, comercial, para que una persona dependiente de mi cliente francés perpetrara toda la gestión de ventas y otra dedicada a despacho de arquitectura. El acuerdo era de independencia total. Yo compensaba el disponer de un local libre de gastos con la supervisión sobre lo que en la otra parte se hacía: El francés me tenía confianza y desconfiaba de vendedores profesionales a comisión que, por conseguir la pequeña ganancia de la comisión de venta, eran capaces de prometer cualquier cosa a compradores incautos y luego todo eran problemas (ya tenía experiencia en ello).
El compromiso por su parte era poner un equipo de ventas que se ocupara de menesteres comerciales y el mío era el apoyo técnico al mismo (ver características urbanísticas de futuras inversiones, responder a dudas de materiales y acabados, vigilar que no vendieran la casa habitada en lugar de la que estaba en proyecto, etc.).
Pero como mi cliente era, así mismo, un vendedor nato me "vendió la moto" en lo referente al "equipo de ventas" que resultó ser un adorable anciano del Midi francés que sentía constantemente el ansia de explicarnos sus proezas comerciales, las cuales no nos interesaban, evidentemente, nada.
Pasaron tres meses de infausto recuerdo, aunque compartidos con mi pareja en época de máxima felicidad (la mía, creo). Decidimos, de mutuo acuerdo, separarnos del cliente francés y montar un despacho en Roses cuya calidad de vida, que no de arquitectura, era evidente. Éramos conscientes de que la demanda de trabajo digno era escasa pero como éramos casi los únicos en ofrecerlo, preveíamos que no nos faltaría trabajo. ...¡Y el entorno era maravilloso!.
El cliente francés se quedó muy compungido y con evidente sensación de culpabilidad. Como nuestra relación profesional continuaba nos ofreció, para compensar nuestros sacrificios del verano, un viaje en yate privado por el Caribe. Tenía un velero de 2 palos y 16 m de eslora, a medias con un socio y su mujer, que hacían de capitán pescador y cocinera, acondicionado para 6 personas en crucero de lujo (3 camarotes dobles, baños independientes, servicio de comida incluido). Mi cliente tenía reservado un mes al año, en febrero, para disfrutar de su otro foco de beneficios.
... Y allá fui con mi pareja.
Mi cliente, su mujer, mi pareja y yo llegamos en avión, vía Paris, a una pequeña isla con aeropuerto (St. Martin creo) donde nos esperaba el capitán-socio de mi anfitrión y su mujer con el barco en el que, pretendidamente, íbamos a pasar un mes de ensueño.
Recorrimos las pequeñas Antillas, grandes islas (Martinica y Guadalupe) y pequeñas islas. Era como en las postales.
El programa diario era, invariablemente, el mismo: Salíamos a vela (los vientos alisios nos acompañaban permanentemente: es un viento constante no como esta exageración de tramontana dominante en Roses). Travesía de dos o tres horas, fondeábamos en una isla, el descerebrado que escribe se iba nadando hasta la playa y hacía footing una hora en pleno mediodía del trópico. Era un placer sentir el calor del sol casi como un sólido en la piel. ¿Se comprende mi inadaptación al frío de Ucrania? (Ver “Cuadernos de viaje: Ucrania” colgado en este blog). Mientras, el capitán con su equipo de pesca submarina (sin bombonas) nos buscaba el sustento diario. Probamos todos los pescados imaginables preparados de mil maneras. Tras la siesta, cóctel de ron (el ron fue un descubrimiento: nada que ver con lo que importan a España) y puesta de sol (que en el trópico tiene una luz especial). Y hasta el día siguiente.
Hubo una historia emocionante: Nos habían informado que en un atolón había una ballena que no podía salir ... y allá fuimos. Fondeamos cerca de donde se veían los surtidores de agua de su respiración y en Zodiac llegamos aún más cerca. Nos pusimos aletas y gafas y nos encontramos con una de las sensaciones más intensas de mi vida: ver que, por debajo de tí, pasa un inmenso animal, a pocos metros. Era una ballena "rorcual" de unos 20 m de longitud (o al menos a mí me lo pareció). ¡Impresionante!. Antes de volver para Barcelona hicimos una escapada al mismo lugar y allí seguía todavía.
En muchas ocasiones, mientras nadábamos junto a la playa de diversas islas veíamos, recostados en el fondo, ¡tiburones!. No muy grandes … pero tiburones. Parece ser que son totalmente inofensivos. Que en aquel entorno jamás tienen el hambre necesaria para atacar al hombre, pero ...
Las Pequeñas Antillas se dividen, aparte de Martinica y Guadalupe, en pequeñas islas pobladas y muy verdes (con agua) y en desiertas (sin agua). Los habitantes son descendientes de los esclavos que huyeron del Sur de los USA o de los barcos negreros que venían de África. Entre todos se cargaron a todos los primitivos habitantes. Y, como consecuencia de su historia, consideran el trabajo como un recuerdo de la antigua esclavitud de sus antepasados. No hay agricultura (excepto caña de azúcar para fabricar ron), ni industria (excepto destilerías de ron con imagen y apariencia prehistórica), ni pesca (sólo pequeñas barcas de 1 ó 2 personas, sin nada que ver con la flota pesquera de nuestras costas. ¡Suerte para sus peces!), ni artesanía ni nada. Los mercados se componen de fruta y productos "made in Taiwan".
No hubo mucho más. Paisajes de postal pero sin vida. Un poco (muy, demasiado) turísticos. Y eso que no íbamos como un viaje organizado sino acompañados por el capitán del barco que conocía todo aquello al dedillo. Pero faltaba vida.
... Acabé añorando los pueblos del Mediterráneo, con siglos de civilización a cuestas.
jueves, 3 de enero de 2008
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