Stefan Zweig, que se consideró siempre un ciudadano del mundo, recuerda en sus memorias, "El mundo de ayer", que cuando era joven, a principios del siglo XX, no había un documento que acreditase nacionalidades ni lugares de procedencia; que comerciantes, estudiantes, intelectuales y viajeros iban de Berlín a Londres, de Viena a París, a India o a Estados Unidos sin necesidad de visados. Eran años seguros y felices en los que la clase acomodada viajaba sin trabas.
Los pasaportes son un invento moderno. Pero la idea de pertenecer a una comunidad, a un pueblo, a una nación es antigua, es de siempre. El ciudadano recibe tal nombre porque pertenece a una comunidad. La comunidad le ofrece una lengua, una cultura y una seguridad. El ciudadano crece en esta lengua, actúa y piensa según esta cultura. Defiende su orden y seguridad. Pero las comunidades no son un sistema cerrado. Aceptan nuevos miembros, se nutren de otras literaturas y músicas, se intercambian avances científicos, sienten curiosidad por otras formas de vivir y relacionarse. Aprecian los nuevos sabores, las diversas construcciones y arquitecturas, la variedad de escenarios y recursos que ofrece la naturaleza y las distintas formas de dominarla y aprovecharla. Todo ello es común y habitual? hasta que deja de serlo.
Shylock, el mercader de Venecia de la tragedia de Shakespeare, se convierte en "el judío" cuando su relación con "los nativos" se tuerce. Y cuando esto ocurre se pone en duda no sólo la posibilidad de que el extranjero tenga los mismos derechos, sino que tenga los mismos sentimientos, constitución física y capacidad intelectual. Se le niega su humanidad. Y el lamento rabioso de Shylock grita así: "¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido por los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?".
La comunidad, el pueblo, la patria son conceptos por los que hay que pasar de puntillas, despacito y con cuidado. Cuando uno habla de su pueblo, su gente, detrás de este posesivo puede haber acumulada suficiente munición física y emocional como para querer negar la humanidad de quien no pertenece al mismo grupo. Las razones por las que la curiosidad por el otro se truncan y se convierten en un rabioso rechazo pueden ser diversas, pero los síntomas son claros: si nuestra forma de vestir no solamente nos gusta, sino que es la mejor; si nuestra lengua no sólo nos hace vibrar por la emoción del recuerdo de los primeros cuentos, sino que es la más antigua o la más rica y armoniosa; si no se sabe que se quiere lo propio precisamente por serlo, y pensamos que nuestro cariño por lo nuestro se debe a razones objetivas... el conflicto está servido.
Stefan Zweig observa también con un pánico que le llevará al suicidio cómo, con la subida del nazismo, ya no se le reconoce por su forma de andar y de escribir, por sus gustos musicales y sus amistades, por sus caprichos y habilidades, por su vestir pulcro y maneras educadas. Su compleja personalidad queda reducida a un solo adjetivo: judío. Y una vez reducido a tan poco es fácil prescindir de él. ¿Quién no se atreve a matar a un adjetivo y a todos a los que califica?
Este emotivo artículo es obra de Mariona Costa Orfila y apareció publicado en el diario La Vanguardia de Barcelona el 10 de diciembre de 2001.
En homenaje a Stefan Zweig de cuyo nacimiento celebramos su ciento veintisiete aniversario.
Los pasaportes son un invento moderno. Pero la idea de pertenecer a una comunidad, a un pueblo, a una nación es antigua, es de siempre. El ciudadano recibe tal nombre porque pertenece a una comunidad. La comunidad le ofrece una lengua, una cultura y una seguridad. El ciudadano crece en esta lengua, actúa y piensa según esta cultura. Defiende su orden y seguridad. Pero las comunidades no son un sistema cerrado. Aceptan nuevos miembros, se nutren de otras literaturas y músicas, se intercambian avances científicos, sienten curiosidad por otras formas de vivir y relacionarse. Aprecian los nuevos sabores, las diversas construcciones y arquitecturas, la variedad de escenarios y recursos que ofrece la naturaleza y las distintas formas de dominarla y aprovecharla. Todo ello es común y habitual? hasta que deja de serlo.
Shylock, el mercader de Venecia de la tragedia de Shakespeare, se convierte en "el judío" cuando su relación con "los nativos" se tuerce. Y cuando esto ocurre se pone en duda no sólo la posibilidad de que el extranjero tenga los mismos derechos, sino que tenga los mismos sentimientos, constitución física y capacidad intelectual. Se le niega su humanidad. Y el lamento rabioso de Shylock grita así: "¿Es que un judío no tiene ojos? ¿Es que un judío no tiene manos, órganos, proporciones, sentidos, afectos, pasiones? ¿Es que no está nutrido por los mismos alimentos, herido por las mismas armas, sujeto a las mismas enfermedades, curado por los mismos medios, calentado y enfriado por el mismo verano y por el mismo invierno que un cristiano? Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? Y si nos ultrajáis, ¿no nos vengaremos?".
La comunidad, el pueblo, la patria son conceptos por los que hay que pasar de puntillas, despacito y con cuidado. Cuando uno habla de su pueblo, su gente, detrás de este posesivo puede haber acumulada suficiente munición física y emocional como para querer negar la humanidad de quien no pertenece al mismo grupo. Las razones por las que la curiosidad por el otro se truncan y se convierten en un rabioso rechazo pueden ser diversas, pero los síntomas son claros: si nuestra forma de vestir no solamente nos gusta, sino que es la mejor; si nuestra lengua no sólo nos hace vibrar por la emoción del recuerdo de los primeros cuentos, sino que es la más antigua o la más rica y armoniosa; si no se sabe que se quiere lo propio precisamente por serlo, y pensamos que nuestro cariño por lo nuestro se debe a razones objetivas... el conflicto está servido.
Stefan Zweig observa también con un pánico que le llevará al suicidio cómo, con la subida del nazismo, ya no se le reconoce por su forma de andar y de escribir, por sus gustos musicales y sus amistades, por sus caprichos y habilidades, por su vestir pulcro y maneras educadas. Su compleja personalidad queda reducida a un solo adjetivo: judío. Y una vez reducido a tan poco es fácil prescindir de él. ¿Quién no se atreve a matar a un adjetivo y a todos a los que califica?
Este emotivo artículo es obra de Mariona Costa Orfila y apareció publicado en el diario La Vanguardia de Barcelona el 10 de diciembre de 2001.
En homenaje a Stefan Zweig de cuyo nacimiento celebramos su ciento veintisiete aniversario.
5 comentarios:
Muy bueno este artículo, Juanjo. ¿Sabes que sólo he leído un libro de este autor en toda mi vida? "24 Horas en la vida de una mujer". Sólo recuerdo que me gustó mucho, pero lo leí hace tantísimo que ahora no podría comentar nada. Igual lo releo un día de estos. Un abrazo.
Pues no te pierdas "Carta de una desconocida" llevada también al cine por Maz Ophuls e interpretada por Joan Fontaine y Louis Jordan.
También "Amok" cuyo nombre dió origen a todo un síndrome y, especialmente, "El legado de Europa", conjunto de ensayos en que los que Zweig "rinde homenaje a los artistas que supieron expresar la esencia de la conciencia común europea. Tras la fragmentación de esa patria compartida que fue Europa, Zweig la reconstruyó en el único mundo que le era posible, el del espíritu".
Una de sus opininiones, que me sultan atrayentes:
"Nueve de cada diez libros que caen en mis manos, los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, que les quitan tensión y les restan dinamismo."
Un abrazo europeo, en honor de Zweig
La "Carta de una desconocida" me suena especialmente bien. A ver si me la regalo para Reyes.
No, Elvira, no tienes que regalarte nada para Reyes, basta que lo pidas y ellos te lo traerán, aunque para ello hayas tenido que ser buena.
En otro orden de cosas, podría haber confusión por creer, durante la lectura, que este escrito es mío. Lo cierto es que no quise quitar dramatismo a las palabras iniciando la página con "Este es un artículo de ..." Me pareció que la acusación de vergüenza e ignominia entraría así con más fuerza.
Disculpad por el malentendido que puede haber durado los minutos de la lectura.
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